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  1. Cuando por fin llegué al pueblo, me invadió una extraña melancolía, como si regresara a un punto muy importante de mi vida, uno que había estado guardado en mi memoria pero muy al fondo, en el rincón más descuidado. Bajé del autobús y vi todo muy diferente: casas construidas con adobe y caminos de tierra; la mayoría de hombres llevaba sombrero y la mayoría de mujeres vestido; pocos automóviles, muchas bicicletas; pero el cambio más radical que pude observar, fue la pureza en el aire que respiraba, y la claridad en el cielo que miraba. Apenas había dado unos cuantos pasos cuando comenzó a sonar, desde el interior de una cantina, una canción de mariachi, fue ahí cuando, en medio de un profundo suspiro, pensé: “Esto es México”.
                Mis ojos miraban en todas direcciones, acto muy normal en cualquier individuo cuando visita por primera vez cualquier parte del mundo. Yo sentía que la gente me miraba,  me parecía normal, puesto que en los pequeños pueblos todo mundo se conoce, además, si yo no fuera un extraño, mi actitud reflejaría todo lo contrario.
               –Bienvenido al Nigromante, joven –me decía una señora, envuelta en telas, con un montón de tarjetas en una mano y un rosario en la otra–. ¿No desea apoyar a la iglesia del Sagrado Corazón comprándonos unas tarjetitas?
                –¿Cuánto cuestan, señora? –le contesté en un tono, según mis intenciones, amable, era nuevo y, debido a mi tarea aquí en el pueblo, deseaba congeniar con la gente.
                   –No se preocupe por eso, joven, el apoyo es con lo que sea su voluntad.
    Aquella señora, aparentemente indefensa, había pronunciado esas últimas palabras de una manera tan extraña que me hizo mirarla directo a los ojos. “Lo que sea su voluntad”, ¿puede haber palabras más poderosas que esas? Si decides que tu voluntad es darle una moneda de dos pesos, seguro eres carente de voluntad; pero, si decides darle un billete de doscientos pesos, las personas temerán a tu persona, por ese exceso de voluntad que les has demostrado. Los nervios me habían invadido por completo, entonces saqué mi cartera pare revisar cuánto dinero tenía disponible para darle, o para saber qué era mi voluntad. Cuando la señora observó mis intenciones de apoyar su causa, comenzó a colocarme una insignia en el lado izquierdo del pecho, lo cual me distrajo un poco. Cuando lo abrochó a mi suéter, yo ya tenía veinte pesos en mi mano, dispuesto a dárselos.
     –Son cincuenta pesos, señor –me dijo tomando los veinte que yo le daría y entregándome dos tarjetas de las que tenía en su mano: una con la imagen de la Virgen de Guadalupe, con una oración detrás, y la otra con la imagen del Sagrado Corazón.
     –Pero, ¿no dijo que era lo que yo quisiera? –le pregunté, avergonzado por haber quedado como un hombre de poca voluntad, mientras rebuscaba en mi cartera los treinta restantes. Cuando advertí que no traía suelto, saqué un billete de cincuenta pesos y le dije– Pues tengo este billete de cincuenta…
     –Sí, ese está bien joven. Son veinte, que ya me dio, por la insignia del pecho, y cincuenta por las imágenes de nuestros santitos –y me arrebató de las manos el billete que le había ofrecido, siempre y cuando me regresara los veinte anteriores–. Que Dios lo ayude, joven.

    Ahora tenía setenta pesos menos, pero eso no era lo que invadía mi mente con gran resueno, sino más bien la manera en la que ese lo que sea su voluntad, tan lleno de doble sentido, había hecho que aquella señora me quitara aquellos billetes. Sólo me consolaba pensar que eran para una buena causa, a pesar de mis, apenas pequeñas, tendencias ateas. No me dolía perderlos, pero me dolía que se jugara tan perversamente con algo que, supuestamente, es tan importante para la gente en estos lugares. Me alejé del lugar rápidamente, no regresé la mirada a la señora, no miré las tarjetas que me había dado y arrebaté la insignia de mi pecho, metiéndola en la bolsa de mi pantalón. En ese momento, después de un gigantesco suspiro, ahora pensaba: “¿Esto es México?”.