Estaba muy contento de volver a
casa. Había pasado un largo verano en el campamento y, sin duda, las ansias por
respirar de nuevo el primer aire me invadían, me desbordaban. Decidí no avisar
a nadie, quería sorprenderlos, pero la sorpresa actúa, en muchas ocasiones,
como un espejo: te hace destinatario del mensaje que tú remitiste. Así es,
terminé por sorprenderme al advertir que no había nadie en casa. Suponiendo que
regresarían pronto, dejé mis maletas junto a la puerta y me recosté, bajo la
sombra de un árbol, en el jardín.
Una vez a nivel de pasto, pude
notar que el viento soplaba fuertemente, tanto que despeinaba las margaritas
que la tía Laura había regalado a mamá para que adornara la parte frontal de la
fachada; después de todo, según la tía, las flores son sinónimo de belleza y, a
su vez, la belleza es sinónimo de visitas. Desde luego el número de visitas no
aumentó, pero sí el entusiasmo por recibirlas. Mientras tanto, aquí bajo la
sombra de éste árbol, las hojas caían sobre mí, y mi pantalón, que al parecer
deseaba escapar, se agitaba atado a mis piernas.
Apenas cerré los ojos, un trozo
de papel voló directamente a mi rostro, lo retiré rápidamente sin mirarlo, ya sólo pude escuchar el bote de éste sobre
el pavimento. Del bolsillo de mi camisa, saqué un pequeño caramelo enmelado, lo
despojé de su envoltura y, aun con ésta en mi mano, miré el dulce por un
momento. Uno debe analizar con igual prudencia tanto lo que entra como lo que
sale de la boca; nunca nos dijeron si el pez que murió por lo boca, murió por
lo que le salió, o por lo que le entró, o quizá ambos, no lo sabemos, y los
tiempos no están para riesgos. Después del examen quise comer el caramelo, pero
algo extraño atrajo de inmediato mi atención: una densa nube negra se acercaba
a mí a gran velocidad. Me puse de pie y observé con atención la mancha extraña,
y sólo hasta tenerla a pocos metros de distancia pude advertir con exactitud lo
que era: una enorme aglomeración de moscas. Estuve a punto de correr, o
manotear, o tirarme al suelo con tal de evitarlas, pero, por increíble que
parezca, estas moscas se posaron a centímetros de la mano donde tenía el dulce;
incluso moví el brazo, a modo de comprobación, de arriba hacia abajo, y el
grupo de moscas seguía la trayectoria.
Aquél mosquerío me pareció tan
gracioso, que pasé un buen rato haciéndoles la misma jugarreta del brazo. De
hecho, fue tal mi admiración, que dediqué un tiempo bastante extenso a contar
las moscas, una por una, llegando a la colosal cantidad de un millón. ¡Un
millón de pequeños insectos obedeciendo cada movimiento de mi brazo! Me resultó
asombroso en el momento, pero nada aburre más al hombre que poseer lo que ha
deseado, así que pronto terminé por fastidiarme y desear que la plaga se fuera.
Entonces me llevé el dulce a la boca y las moscas comenzaron a producir un
sonido muy extraño y a moverse impacientemente. Me puse algo nervioso y solté
la envoltura del caramelo, que salió volando debido a la intensidad del viento,
seguida por el millón de moscas. Una vez más, me vi sorprendido por la actitud
de los bichos y decidí seguirlos.
Iban todas juntas en una misma
dirección, persiguiendo la envoltura, o tal vez el aroma que emanaba de la
envoltura, no lo sé. El caso es que ellas seguían la envoltura y yo a ellas.
Las calles habían estado vacías y no lo noté hasta que corría detrás del
mosquerío. No había más ruido que el producido por mis zapatos y el de la
envoltura flotando en el aire. A cada paso que avanzaba, continuar se hacía más
difícil, ya que la ventisca aumentaba y aumentaba sin precedentes. De repente,
sonidos extraños comenzaban a escucharse y, conforme más avanzaba, la ventisca
y los sonidos aumentaban. No perdí de vista las moscas ni la envoltura, hasta
que, al doblar una calle, el origen de la ventisca y los sonidos se revelaba
ante mis ojos: un montón de gente mezclada y aplaudiendo producía la ventisca y
un hombre en un micrófono el ruido. Para esta instancia ya había dejado de
seguir a las moscas y paseaba entre las personas intentando descifrar lo que
ocurría. No estaba seguro.
Novecientos noventa y nueve mil
novecientos noventa y nueve habitantes de mi ciudad, reunidos, escuchando y
alabando las propuestas que el hombre al micrófono dictaba: era época de
elecciones. El hombre parecía indicarle a la comunidad lo que tenía que hacer,
y la comunidad parecía responderle positivamente. No sé si era por su físico, o
tal vez su aroma, pero la gente le obedecía. Finalmente mis dudas se
resolvieron cuando, sin previo aviso, la envoltura de mi caramelo se estampó en
mi rostro y la nube de moscas se detuvo junto a él. Empuñé la envoltura, miré
al hombre del micrófono y casi pude escuchar lo que pensaba: ¡Un millón de
pequeños insectos obedeciendo cada movimiento de mi brazo!