Hoy tengo ganas de escribirle una
carta a Moisés, pero no lo encuentro. Y ya sé lo que me van a decir: “No, Juan,
las cartas se escriben y luego se mandan a casa del destinatario”. Y ya sé lo
que yo les voy a responder: “Pero si Moisés es mi gato, ¡y vive en mi casa!”.
Por supuesto mi gato no sabe leer, no hay gato que sí sepa; hay quienes leen
como gato, pero no un gato que lea. Pero ese Moisés sabe lo que hace, por eso
le mando cartas. Después de todo, todos los escritores deberíamos hacer lo
mismo: mandarles cartas a nuestros gatos y, si rasgan el papel, o si son
capaces de comer encima de él, la carta no valía la pena. Ojo: por precaución,
no se deben hacer copias del documento.
Después de buscar lo suficiente a
ese gato, sin ningún tipo de éxito, bajo a la calle para recoger el periódico.
Desde luego yo no tengo contrato con los del periódico, pero Guillermo sí, y,
como él es muy flojo, siempre me da tiempo de volverlo a enrollar y ponerlo
frente a su puerta. En mañanas como ésta, cuando quiero leer el periódico, me
dan asco las salsas o las sopas, pues siempre acabo manchando mis manos y lo
que hay en ellas. Hoy sólo como un sándwich, sin mayonesa, por aquello de las
manos. Recién me enteré que el gobierno está planeando nuevas estrategias para
que el pueblo –como han decidido llamarnos a los que no somos el gobierno– no
lance más comentarios negativos hacia quienes están en el poder. Al lado de esa
noticia, una mujer rubia, con un vestido rojo muy corto, anuncia que los coches
de cierta compañía están a treinta meses y con el veinte por ciento de
descuento por la temporada. “Buena esa, gobierno”, digo, como si gobierno me
escuchara. ¡Rayos! ¿Dónde dejé la liga?
Hoy Guillermo parece sospechar del
periódico, pues se escucha un ronquido muy fuerte cuando paso frente a su
puerta. (Nota mental: investigar el precio del contrato para el periódico, o,
ya de plano, taparme los oídos frente a la casa del vecino.) Hoy tengo la
disposición suficiente para hacer tantas cosas, pero la pila de mi reloj casero
se terminó; todo el día marca las siete con ocho minutos y, como las cortinas
no están corridas, pienso que todavía es temprano. Pero afuera se oye la bocina
de un carro, al parecer el VW que siempre busca a Martina a las doce del día.
Martina una vez le dio de comer a Moisés, fue cuando le pregunté a un niño si
tal ruta me llevaba a casa y me contestó que sí. Ya sabrán, los niños no
siempre dicen la verdad. El reloj marca las siete y ocho, y yo pienso si
todavía soy un niño. Me digo que no, pero dudo de mí.
El café que preparé esta mañana,
como a las siete con ocho minutos, estaba muy agrio. Por eso ni lo probé. Un
día decidí seguir cada corazonada que tuviera, y así fue como me detuve justo
antes de comprar las pilas del reloj, pues el vendedor, Macario, parecía una de
esas criaturas que salen con los hombres que llevan traje negro. Un día dejaré
la televisión frente a la casa de Guillermo. Sólo si encuentro la maldita liga.
Entro a la bañera y me doy un buen baño, pues más tarde tendré una cita con
Martina. Eso si mi corazonada sobre Moisés resulta efectiva. Hombre precavido
vale por dos. “Dos por vale, precavido, hombre”, me dijo alguna vez el tipo que
rompe los boletos a la entrada del cine. Aun me queda un vale. Debería cambiar los
planes e invitar a Martina a ver una película.
¡Demonios, se está haciendo tarde!
¿Debo dejar mi pelo así o seguirlo peinando? No lo sé. Que el espejo decida. Me
ha guiñado el ojo. ¡Oh, ahí estás, Moisés! Ahora debemos buscar la manera de
meterte por la ventana de Martina. Estás muy pesado, gato. Creo que te
escribiré una carta.