Hoy estaba callada, más seria de lo
normal. Cualquiera que viera sus ojos notaría un vacío más grande del
acostumbrado. Estaba como pensativa. Parecía darse cuenta de lo mecánicos que
se habían vuelto sus movimientos en los últimos años, pues los ejecutaba más
despacio, interrogando con una boca seca a una conciencia sorda. Estaba
vertiendo sobre una taza, su taza favorita, la misma cantidad de leche que la
mañana anterior. Tomaba del mismo frasco de hacía años en la alacena las siete
galletas que solía comerse todas las mañanas.
—El humano que ideó
comer leche con galletas fue un genio —dijo después de terminar, sólo que esta
vez con más calma que en otras ocasiones. Hoy le pareció increíble la perfecta
fusión entre cantidades de leche y de galletas; quien no piensa en lo no
importante no puede darse cuenta de la importancia que ejerce sobre el universo—.
Qué interesante.
Aunque en verdad no le
parecía tan interesante. Le sorprendió y hasta cierto punto le consideró digno
de pensarse, pero apenas miró el reloj aquello se había esfumado. Era como si
aquel reloj, el mismo reloj antiguo con números romanos, el mismo reloj que
parecía estar en su casa desde el principio de los tiempos, le obligase a
detener cualquier acción que realizara para poder dar paso a la siguiente. Si
hubiera podido, quizás habría cerrado los ojos y acariciado su pelo. Poder, una palabra que le causaba
escalofríos, la pensase en la connotación que la pensase. Quiso llorar, pero no
pudo, no tenía tiempo. Pensó en que el uniforme del trabajo no le calmaba el
frío, que le hacía tiritar sin remedio alguno. Ella preferiría irse en su
piyama a trabajar, pero le estaba prohibido. Le dieron ganas de maldecir al que
imaginó que sería un buen atuendo para el tipo de trabajo que ella realizaba,
pero ya no maldecía porque no era ese su trabajo.
Su trabajo comenzaba
incluso antes de salir de casa, justo cuando sacaba de su cómoda una libreta
con un montón de tareas realizadas y por realizar. Cada que se dirigía a la
cómoda abría el cajón rápidamente, pero hoy se detuvo a mirar las baratijas que
tenía sobre el mueble. Una fotografía en sepia de dos mujeres ancianas, un
tintero y una pluma, un joyero con unos pendientes que ya no le gustaban, una
botella de vino que le había regalado algún antiguo cliente, y un gran sombrero
con plumas y flores que utilizaba en su empleo. Suspiró al pensar en el día que
comenzó a trabajar ahí, y recordó cómo refutaba al no querer portar el ridículo
sombrero que, una vez puesto, parecía incluso parte de su propio cuerpo. Las
manos le sudaban. Tomó el sombrero y la libreta, los llevó a la mesa y se sentó
para comenzar a revisar sus anotaciones, no sin antes quejarse del dolor en su
columna.
Después de terminar de
revisar su libreta, y realizar algunas anotaciones sobre antiguas anotaciones,
se llevó la mano a la frente. No por algún error en su agenda, sino porque
había olvidado de nuevo planchar su arrugado vestido. No le hacía falta
lavarlo, pues rara vez lo ensuciaba y casi nunca sudaba, por lo que ni con ojos
ni nariz parecía sucio. Pero siempre se le olvida plancharlo, y eso sí que le
molestaba bastante porque, a pesar de no amar su uniforme ni su trabajo, debía
y quería dar una buena imagen. Justo como siempre lo había hecho. Pensó que
eran sólo problemas de mujer, pero de una mujer ya de avanzada edad y con
muchísimo camino todavía por recorrer. Dejó de quejarse por lo de siempre y se
apuró a prepararlo todo. La rutina era algo que nunca le había molestado, porque no
advertía que le acompañaba siempre; pero hoy que lo pensaba mejor, la rutina le
daba muchísimo miedo. Mientras planchaba con gran apuro su vestido, le pareció que su vida estaba llena de un profundo vacío, más grande que el de sus ojos. Se
vistió velozmente, tomó su bolso, no sin antes revisar que traía todo lo
necesario y salió de su casa. Justo cuando cerró las dos puertas de su entrada,
dijo:
—¡Qué difícil es ser
la Muerte! —y se puso a llorar, pues olvidó de nuevo sus llaves.
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