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  1. Todos lloran | Cuento

    17 jun 2014


    Hoy estaba callada, más seria de lo normal. Cualquiera que viera sus ojos notaría un vacío más grande del acostumbrado. Estaba como pensativa. Parecía darse cuenta de lo mecánicos que se habían vuelto sus movimientos en los últimos años, pues los ejecutaba más despacio, interrogando con una boca seca a una conciencia sorda. Estaba vertiendo sobre una taza, su taza favorita, la misma cantidad de leche que la mañana anterior. Tomaba del mismo frasco de hacía años en la alacena las siete galletas que solía comerse todas las mañanas.

    —El humano que ideó comer leche con galletas fue un genio —dijo después de terminar, sólo que esta vez con más calma que en otras ocasiones. Hoy le pareció increíble la perfecta fusión entre cantidades de leche y de galletas; quien no piensa en lo no importante no puede darse cuenta de la importancia que ejerce sobre el universo—. Qué interesante.

    Aunque en verdad no le parecía tan interesante. Le sorprendió y hasta cierto punto le consideró digno de pensarse, pero apenas miró el reloj aquello se había esfumado. Era como si aquel reloj, el mismo reloj antiguo con números romanos, el mismo reloj que parecía estar en su casa desde el principio de los tiempos, le obligase a detener cualquier acción que realizara para poder dar paso a la siguiente. Si hubiera podido, quizás habría cerrado los ojos y acariciado su pelo. Poder, una palabra que le causaba escalofríos, la pensase en la connotación que la pensase. Quiso llorar, pero no pudo, no tenía tiempo. Pensó en que el uniforme del trabajo no le calmaba el frío, que le hacía tiritar sin remedio alguno. Ella preferiría irse en su piyama a trabajar, pero le estaba prohibido. Le dieron ganas de maldecir al que imaginó que sería un buen atuendo para el tipo de trabajo que ella realizaba, pero ya no maldecía porque no era ese su trabajo.

    Su trabajo comenzaba incluso antes de salir de casa, justo cuando sacaba de su cómoda una libreta con un montón de tareas realizadas y por realizar. Cada que se dirigía a la cómoda abría el cajón rápidamente, pero hoy se detuvo a mirar las baratijas que tenía sobre el mueble. Una fotografía en sepia de dos mujeres ancianas, un tintero y una pluma, un joyero con unos pendientes que ya no le gustaban, una botella de vino que le había regalado algún antiguo cliente, y un gran sombrero con plumas y flores que utilizaba en su empleo. Suspiró al pensar en el día que comenzó a trabajar ahí, y recordó cómo refutaba al no querer portar el ridículo sombrero que, una vez puesto, parecía incluso parte de su propio cuerpo. Las manos le sudaban. Tomó el sombrero y la libreta, los llevó a la mesa y se sentó para comenzar a revisar sus anotaciones, no sin antes quejarse del dolor en su columna.

    Después de terminar de revisar su libreta, y realizar algunas anotaciones sobre antiguas anotaciones, se llevó la mano a la frente. No por algún error en su agenda, sino porque había olvidado de nuevo planchar su arrugado vestido. No le hacía falta lavarlo, pues rara vez lo ensuciaba y casi nunca sudaba, por lo que ni con ojos ni nariz parecía sucio. Pero siempre se le olvida plancharlo, y eso sí que le molestaba bastante porque, a pesar de no amar su uniforme ni su trabajo, debía y quería dar una buena imagen. Justo como siempre lo había hecho. Pensó que eran sólo problemas de mujer, pero de una mujer ya de avanzada edad y con muchísimo camino todavía por recorrer. Dejó de quejarse por lo de siempre y se apuró a prepararlo todo. La rutina era algo que nunca le había molestado, porque no advertía que le acompañaba siempre; pero hoy que lo pensaba mejor, la rutina le daba muchísimo miedo. Mientras planchaba con gran apuro su vestido, le pareció que su vida estaba llena de un profundo vacío, más grande que el de sus ojos. Se vistió velozmente, tomó su bolso, no sin antes revisar que traía todo lo necesario y salió de su casa. Justo cuando cerró las dos puertas de su entrada, dijo:

    —¡Qué difícil es ser la Muerte! —y se puso a llorar, pues olvidó de nuevo sus llaves.



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