—La realidad
es muy distinta en los sueños —le dije.
—A ver, a ver.
No puedes utilizar las palabras “realidad” y “sueños” como parte de la misma acepción
—dijo. Y de muy mala gana, por cierto—. Yo diría que son, más bien, antónimos.
—¿Recuerdas,
por ejemplo, el día de tu graduación? Tú misma me dijiste que aquello había
sido mejor en tus sueños. Te veías muy contenta cuando lo soñaste. Adoptaste
esa realidad aunque haya sido sólo por unos momentos.
—No estoy de
acuerdo. Los sueños son sólo eso: sueños. Nada que ver con la realidad —y así,
sin más, se cruzaba de brazos y decidía no responder hasta muy tarde.
Era demasiado
terca, por eso no me gustaba discrepar con ella. Siempre me había dicho que le
encantaban los debates. No puedo imaginar que haya ganado alguna vez. O, quizá,
su concepto de triunfo radicaba en molestarse y conseguir que su oponente se
disculpara por haberla ofendido. Sí, eso debe ser, ella era especialista en esa
clase de cosas. En realidad, era muy difícil lidiar con ella. Lo supe desde que
acordamos vivir juntos. Si bien es cierto que había llegado para poner orden en
el caos que tenía por departamento, ya más de un vecino me había comentado algo
acerca de su mal carácter. En los últimos días habían estado evitándola, y, por
consecuente, evitándome también.
—Y ¿sobre qué
trataba el libro, eh? —me preguntó, justo antes de nuestra discusión.
—Bueno, tenía
muchos puntos para analizar. Lo que me gustó mucho fue la manera en que se
juntaban las realidades: la del mundo material con la del mundo espiritual, por
así decirlo.
—Realidad y
ficción, ¿no? Suena más lógico de esa manera.
—La lógica es
cuadrada, no encaja ni con la forma del planeta —dije para mí mismo, aunque al
parecer me escuchó, pues frunció el ceño—. Lo que quiero decir es que hay
contexto inclusive en la ficción.
—No seas
tonto. ¿Cómo puedes decir semejante estupidez? Por eso aceptamos ambos
conceptos como polos antípodas: para separar lo que vemos de lo que imaginamos.
Era extraña.
Extraña de verdad. Quizá podría pasar como una persona común y corriente, con
esa templanza y su semblante serio, pero, una vez que la conocías, o vivías con
ella, notabas lo grande de su peculiaridad. Ahora que lo pienso, eso fue lo que
me sedujo de ella. En el saludo era como todos, en el abrazo era como nadie.
Al terminar la
película, en silencio a causa de la discusión, nos fuimos a la cama. Yo estaba
preparado para dormir con la mirada fija a la pared, dándole la espalda,
continuando con la costumbre post-pelea. Pero rápidamente, rompiendo con la tradición,
ella acercó su cara a mi pecho y lo usó de almohada. Besé su frente y apagué la
luz, pero el eco de nuestra disputa seguía moviéndose entre nosotros, al menos
yo pude verlo. Después de un largo tiempo de meditación, habiendo decidido que
en realidad no era yo el culpable, me dispuse a cerrar los ojos y dormir
tranquilamente, con aquella mujer pegada al pecho, escuchando mi corazón
tranquilo.
—Despierta,
tienes que ayudarme —murmuró cuando estaba por caer dormido. Apenas pude
escuchar su voz, como si me hablara desde muy lejos—. Despiértate.
—No, ya
duérmete. Es muy tarde y tenemos que madrugar —dije, sin abrir los ojos ni
cambiar mi posición. Me sentía cansado, y mis sentidos respondían lentamente.
—¡Hablo en
serio! ¡Ayúdame! ¡Creo que la realidad de mis sueños me atrapó!
Su voz seguía
sonando a un volumen muy bajo, aunque pude notar cierta desesperación en ella,
como si me gritara desde un lugar alejado y despejado. Al escuchar aquellas
últimas palabras, intenté cambiar mi posición, esbocé una sonrisa y sólo atiné
a decirle que ella no creía en esas cosas, que se durmiera de una vez por todas.
Pero, de repente, sentí un fuerte golpe en el pecho: era ella, propinándome
tremendos cabezazos. Abrí precipitadamente los ojos y, un tanto irritado y
molesto por su actitud, le dije:
—¡Duérmete de
una vez, es muy tarde para tus juegos!
Pronto pude
notar que no podía moverse excepto por la cabeza, que se quejaba
desesperadamente, que me solicitaba ayuda y que pronunciaba mi nombre sin abrir
la boca ni los ojos. Apenas la moví un poco, en medio de un desesperado aunque
callado escándalo, le aparecieron unas profundas llagas en todo el rostro.
Arranqué súbitamente las cobijas y pude observar que lo mismo le sucedía a su
cuerpo entero. Subí encima de ella e intenté abrirle los párpados, pero ella
seguía moviendo la cabeza y hablando con su lejana voz, con su voz del más
allá. Totalmente confundido, asustado y nervioso, corrí a encender los focos de
la habitación y, quizá a causa de la luz, su cuerpo comenzó a desintegrarse.
Pequeñas partículas de carne se desprendían de su cuerpo a gran velocidad,
similar a la ceniza que emana de un trozo de periódico chamuscado. Observé
aquella escena con horror, sin saber qué hacer, deseando que todo fuera un
sueño y producto de mi imaginación, deseando que sus palabras, su argumento
sobre la realidad y la ficción, fuera verdadero. Preso de mi agonía y mi
desesperación, me llevé las manos al rostro y, en cuanto cubrí mis ojos, su
distante voz me dijo:
—No te
preocupes por nada. Tú tenías razón. Los sueños también son reales.
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