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  1. Realidades | Cuento

    27 mar 2014


    —La realidad es muy distinta en los sueños —le dije.
    —A ver, a ver. No puedes utilizar las palabras “realidad” y “sueños” como parte de la misma acepción —dijo. Y de muy mala gana, por cierto—. Yo diría que son, más bien, antónimos.
    —¿Recuerdas, por ejemplo, el día de tu graduación? Tú misma me dijiste que aquello había sido mejor en tus sueños. Te veías muy contenta cuando lo soñaste. Adoptaste esa realidad aunque haya sido sólo por unos momentos.
    —No estoy de acuerdo. Los sueños son sólo eso: sueños. Nada que ver con la realidad —y así, sin más, se cruzaba de brazos y decidía no responder hasta muy tarde.
    Era demasiado terca, por eso no me gustaba discrepar con ella. Siempre me había dicho que le encantaban los debates. No puedo imaginar que haya ganado alguna vez. O, quizá, su concepto de triunfo radicaba en molestarse y conseguir que su oponente se disculpara por haberla ofendido. Sí, eso debe ser, ella era especialista en esa clase de cosas. En realidad, era muy difícil lidiar con ella. Lo supe desde que acordamos vivir juntos. Si bien es cierto que había llegado para poner orden en el caos que tenía por departamento, ya más de un vecino me había comentado algo acerca de su mal carácter. En los últimos días habían estado evitándola, y, por consecuente, evitándome también.
    —Y ¿sobre qué trataba el libro, eh? —me preguntó, justo antes de nuestra discusión.
    —Bueno, tenía muchos puntos para analizar. Lo que me gustó mucho fue la manera en que se juntaban las realidades: la del mundo material con la del mundo espiritual, por así decirlo.
    —Realidad y ficción, ¿no? Suena más lógico de esa manera.
    —La lógica es cuadrada, no encaja ni con la forma del planeta —dije para mí mismo, aunque al parecer me escuchó, pues frunció el ceño—. Lo que quiero decir es que hay contexto inclusive en la ficción.
    —No seas tonto. ¿Cómo puedes decir semejante estupidez? Por eso aceptamos ambos conceptos como polos antípodas: para separar lo que vemos de lo que imaginamos.
    Era extraña. Extraña de verdad. Quizá podría pasar como una persona común y corriente, con esa templanza y su semblante serio, pero, una vez que la conocías, o vivías con ella, notabas lo grande de su peculiaridad. Ahora que lo pienso, eso fue lo que me sedujo de ella. En el saludo era como todos, en el abrazo era como nadie.
    Al terminar la película, en silencio a causa de la discusión, nos fuimos a la cama. Yo estaba preparado para dormir con la mirada fija a la pared, dándole la espalda, continuando con la costumbre post-pelea. Pero rápidamente, rompiendo con la tradición, ella acercó su cara a mi pecho y lo usó de almohada. Besé su frente y apagué la luz, pero el eco de nuestra disputa seguía moviéndose entre nosotros, al menos yo pude verlo. Después de un largo tiempo de meditación, habiendo decidido que en realidad no era yo el culpable, me dispuse a cerrar los ojos y dormir tranquilamente, con aquella mujer pegada al pecho, escuchando mi corazón tranquilo.
    —Despierta, tienes que ayudarme —murmuró cuando estaba por caer dormido. Apenas pude escuchar su voz, como si me hablara desde muy lejos—. Despiértate.
    —No, ya duérmete. Es muy tarde y tenemos que madrugar —dije, sin abrir los ojos ni cambiar mi posición. Me sentía cansado, y mis sentidos respondían lentamente.
    —¡Hablo en serio! ¡Ayúdame! ¡Creo que la realidad de mis sueños me atrapó!
    Su voz seguía sonando a un volumen muy bajo, aunque pude notar cierta desesperación en ella, como si me gritara desde un lugar alejado y despejado. Al escuchar aquellas últimas palabras, intenté cambiar mi posición, esbocé una sonrisa y sólo atiné a decirle que ella no creía en esas cosas, que se durmiera de una vez por todas. Pero, de repente, sentí un fuerte golpe en el pecho: era ella, propinándome tremendos cabezazos. Abrí precipitadamente los ojos y, un tanto irritado y molesto por su actitud, le dije:
    —¡Duérmete de una vez, es muy tarde para tus juegos!
    Pronto pude notar que no podía moverse excepto por la cabeza, que se quejaba desesperadamente, que me solicitaba ayuda y que pronunciaba mi nombre sin abrir la boca ni los ojos. Apenas la moví un poco, en medio de un desesperado aunque callado escándalo, le aparecieron unas profundas llagas en todo el rostro. Arranqué súbitamente las cobijas y pude observar que lo mismo le sucedía a su cuerpo entero. Subí encima de ella e intenté abrirle los párpados, pero ella seguía moviendo la cabeza y hablando con su lejana voz, con su voz del más allá. Totalmente confundido, asustado y nervioso, corrí a encender los focos de la habitación y, quizá a causa de la luz, su cuerpo comenzó a desintegrarse. Pequeñas partículas de carne se desprendían de su cuerpo a gran velocidad, similar a la ceniza que emana de un trozo de periódico chamuscado. Observé aquella escena con horror, sin saber qué hacer, deseando que todo fuera un sueño y producto de mi imaginación, deseando que sus palabras, su argumento sobre la realidad y la ficción, fuera verdadero. Preso de mi agonía y mi desesperación, me llevé las manos al rostro y, en cuanto cubrí mis ojos, su distante voz me dijo:

    —No te preocupes por nada. Tú tenías razón. Los sueños también son reales.



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