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  1. Mosquerío | Cuento

    13 may 2014

    Estaba muy contento de volver a casa. Había pasado un largo verano en el campamento y, sin duda, las ansias por respirar de nuevo el primer aire me invadían, me desbordaban. Decidí no avisar a nadie, quería sorprenderlos, pero la sorpresa actúa, en muchas ocasiones, como un espejo: te hace destinatario del mensaje que tú remitiste. Así es, terminé por sorprenderme al advertir que no había nadie en casa. Suponiendo que regresarían pronto, dejé mis maletas junto a la puerta y me recosté, bajo la sombra de un árbol, en el jardín.

    Una vez a nivel de pasto, pude notar que el viento soplaba fuertemente, tanto que despeinaba las margaritas que la tía Laura había regalado a mamá para que adornara la parte frontal de la fachada; después de todo, según la tía, las flores son sinónimo de belleza y, a su vez, la belleza es sinónimo de visitas. Desde luego el número de visitas no aumentó, pero sí el entusiasmo por recibirlas. Mientras tanto, aquí bajo la sombra de éste árbol, las hojas caían sobre mí, y mi pantalón, que al parecer deseaba escapar, se agitaba atado a mis piernas.

    Apenas cerré los ojos, un trozo de papel voló directamente a mi rostro, lo retiré rápidamente sin mirarlo,  ya sólo pude escuchar el bote de éste sobre el pavimento. Del bolsillo de mi camisa, saqué un pequeño caramelo enmelado, lo despojé de su envoltura y, aun con ésta en mi mano, miré el dulce por un momento. Uno debe analizar con igual prudencia tanto lo que entra como lo que sale de la boca; nunca nos dijeron si el pez que murió por lo boca, murió por lo que le salió, o por lo que le entró, o quizá ambos, no lo sabemos, y los tiempos no están para riesgos. Después del examen quise comer el caramelo, pero algo extraño atrajo de inmediato mi atención: una densa nube negra se acercaba a mí a gran velocidad. Me puse de pie y observé con atención la mancha extraña, y sólo hasta tenerla a pocos metros de distancia pude advertir con exactitud lo que era: una enorme aglomeración de moscas. Estuve a punto de correr, o manotear, o tirarme al suelo con tal de evitarlas, pero, por increíble que parezca, estas moscas se posaron a centímetros de la mano donde tenía el dulce; incluso moví el brazo, a modo de comprobación, de arriba hacia abajo, y el grupo de moscas seguía la trayectoria.

    Aquél mosquerío me pareció tan gracioso, que pasé un buen rato haciéndoles la misma jugarreta del brazo. De hecho, fue tal mi admiración, que dediqué un tiempo bastante extenso a contar las moscas, una por una, llegando a la colosal cantidad de un millón. ¡Un millón de pequeños insectos obedeciendo cada movimiento de mi brazo! Me resultó asombroso en el momento, pero nada aburre más al hombre que poseer lo que ha deseado, así que pronto terminé por fastidiarme y desear que la plaga se fuera. Entonces me llevé el dulce a la boca y las moscas comenzaron a producir un sonido muy extraño y a moverse impacientemente. Me puse algo nervioso y solté la envoltura del caramelo, que salió volando debido a la intensidad del viento, seguida por el millón de moscas. Una vez más, me vi sorprendido por la actitud de los bichos y decidí seguirlos.

    Iban todas juntas en una misma dirección, persiguiendo la envoltura, o tal vez el aroma que emanaba de la envoltura, no lo sé. El caso es que ellas seguían la envoltura y yo a ellas. Las calles habían estado vacías y no lo noté hasta que corría detrás del mosquerío. No había más ruido que el producido por mis zapatos y el de la envoltura flotando en el aire. A cada paso que avanzaba, continuar se hacía más difícil, ya que la ventisca aumentaba y aumentaba sin precedentes. De repente, sonidos extraños comenzaban a escucharse y, conforme más avanzaba, la ventisca y los sonidos aumentaban. No perdí de vista las moscas ni la envoltura, hasta que, al doblar una calle, el origen de la ventisca y los sonidos se revelaba ante mis ojos: un montón de gente mezclada y aplaudiendo producía la ventisca y un hombre en un micrófono el ruido. Para esta instancia ya había dejado de seguir a las moscas y paseaba entre las personas intentando descifrar lo que ocurría. No estaba seguro.

    Novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve habitantes de mi ciudad, reunidos, escuchando y alabando las propuestas que el hombre al micrófono dictaba: era época de elecciones. El hombre parecía indicarle a la comunidad lo que tenía que hacer, y la comunidad parecía responderle positivamente. No sé si era por su físico, o tal vez su aroma, pero la gente le obedecía. Finalmente mis dudas se resolvieron cuando, sin previo aviso, la envoltura de mi caramelo se estampó en mi rostro y la nube de moscas se detuvo junto a él. Empuñé la envoltura, miré al hombre del micrófono y casi pude escuchar lo que pensaba: ¡Un millón de pequeños insectos obedeciendo cada movimiento de mi brazo!



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